Tablero deformado

En el juego de mesa llamado “Armar un Estado”, describimos anteriormente sus reglas y fichas; es momento de dedicarnos al tablero, cuyos casilleros representan distintos organismos públicos. La primera dificultad surge de inmediato: su tamaño es desmesurado, impidiendo que los jugadores tengan el panorama necesario para evaluar las jugadas más convenientes. Esta deformación de escala perjudica notoriamente a quienes a través de sus fichas “virtuosas”, pretenden alcanzar la meta de lograr un Estado eficaz y honesto en el más breve tiempo. Por el contrario, favorece la sinuosidad de los jugadores que usando las fichas llamadas “viciosas”, pretenden impedir que se alcance tal objetivo.

Esta metáfora nos ejemplifica que un Estado “grande” solo en términos de tamaño y cantidades, generan organigramas ineficaces e inútilmente costosos para la ciudadanía. Pero en un sistema fuertemente presidencialista, se plantean además dos aspectos aparentemente contradictorios: 1) cómo maneja quien gobierna una estructura que la corporación política intencionadamente sobredimensiona? 2) cómo se pudieron armar sistemas de complicidad e impunidad que asocian a los tres poderes públicos con envidiable eficacia, para permitir una corrupción estatal desaforada? La metáfora del juego de mesa, que interrelaciona reglas, tablero y fichas, permite esbozar una respuesta a estos interrogantes.

El tablero sobredimensionado es complementado con un manifiesto predominio de fichas “viciosas” por sobre las llamadas “virtuosas”. Esta sobreabundancia es posible mediante dos ardides: 1) proteger la ilegalidad de las “viciosas” a través de tramas de impunidad (sobornos; enriquecimientos ilícitos; prebendas), o bien “legalizarlas” a través de acuerdos con la corporación política-legislativa-judicial, para hacerlas pasar por “virtuosas”. Ejemplos: sistemas electorales que limiten las opciones de elegir; leyes procesales benignas contra la corrupción; leyes que promuevan excepciones y/o emergencias para eludir controles, etc. Ello permite nepotismos y permanencias en cargos electivos casi hereditarios, que para sustentarse deben crear una enorme cantidad de organismos públicos innecesarios, para distribuir cargos y salarios privilegiados como moneda de cambio. La contraprestación de los favorecidos será la inacción (dejar hacer), o la complicidad (ocultar y proteger).

Esta planificada minimización de las fichas “virtuosas” tiene su máxima expresión en las reformas constitucionales, que sin excepción, nacen con un objetivo terrenal excluyente: la reelección del mandatario que promueve la reforma. En la reforma de 1994, un interesante ejemplo fue la creación del Consejo de la Magistratura. Fue planteada como el clímax de transparencia y meritocracia, que acabaría con las recoletas transacciones entre senadores para designar y/o sancionar jueces. En la actualidad se integra con 13 miembros (3 jueces, 2 abogados, 1 académico, 1 representante del Ejecutivo y 6 legisladores). La presencia mayoritaria de legisladores, ya hacía suponer que no se renunciaba a su manejo político. Sus nefastos resultados son conocidos. El Consejo es un organismo burocrático, ineficaz y costoso, con concursos y orden de méritos digitados; utilización del juicio político para proteger a jueces venales y amenazar a jueces probos, y centenares de juzgados sin jueces designados.

Otra manifestación inequívoca del desprecio por las fichas “virtuosas” en dicha reforma, fue la incorporación del artículo más relevante para el federalismo, que obligaba al diseño de un nuevo régimen de coparticipación. Ante la urgencia de la reelección, se recurrió al artilugio de plasmarlo en una cláusula transitoria que obligaba a implementarlo antes de la finalización del año 1996. Jamás se cumplió.

Recientemente, en una carta transmitida a través de redes sociales, la ex presidente Cristina Kirchner resumió con precisión la estructura del sistema político argentino de las tres últimas décadas, que impide armar un Estado eficaz y honesto. La analizaremos en la próxima reflexión, bajo el título “Mi mamá, tu papá y sus hijos”.

Alberto Landau