Nepotismo, ética y estética

La recurrente práctica del nepotismo político abarca a los poderes ejecutivo, legislativo, judicial, municipios y provincias. Al momento de debatirlo, los sectores favorecidos repiten discursos cínicos y falaces. Cínicos, porque los oficialismos y oposiciones de turno lo ejercen y avalan desde hace décadas. Falaces, porque para que nada cambie, plantean el debate en términos éticos, cuando debiera ser en marcos legales. Pero el juego de la demagogia se desgastó. La ciudadanía evaluó como igualmente nefasto que la hija del ex ministro Rossi o la hermana del actual ministro Triaca hayan sido designadas en el directorio del Banco Central por sus vínculos familiares. Es oportuno entonces reflexionar sobre el origen y consecuencias del nepotismo, que exceden a las consideraciones ético-morales.

El nepotismo es de origen monárquico, muchas veces asociado a manejos hereditarios del poder (toda semejanza con algunos gobernadores, intendentes y gremialistas es casual). En sus antecedentes históricos jamás se asoció a debates éticos, sino a una forma de concentración y mantenimiento del poder, bajo distintos matices: absolutismo, despotismo ilustrado, monarquías constitucionales, dictaduras, democracias. El origen conceptual no varía: “Tengo poder discrecional para decidir o intermediar, y favorezco a mis intereses”. La ética por su parte, es una rama de la filosofía relacionada con la moral, que estudia los comportamientos humanos íntimos o externos en la obediencia de normas y costumbres. A diferencia de la ley, ninguna persona puede ser penalizada por no cumplir normas éticas, a diferencia de las normas administrativas o penales con sanciones específicas.

La mal llamada ley de Ética Pública vigente fue promulgada en el año 1999. Presenta curiosidades que explican el cinismo del debate político: el nepotismo no es mencionado. Más aún, su Artículo 23 prevé una Comisión Nacional como organismo de aplicación, que nunca fue creada. Un aspecto relevante es la obligación de los funcionarios y legisladores de presentar declaración jurada de bienes, y en los casos que correspondan para establecer eventuales incompatibilidades, sus antecedentes laborales. Jamás se aplicaron sanciones para quienes incumplieron este requisito. El próximo tratamiento por el Congreso de la reformulación de la ley que lleva a cabo la Oficina Anticorrupción, brinda una oportunidad para entender la diferencia entre ética y legalidad. El tratamiento de la ley y su aprobación estará a cargo de quienes legalizaron fueros propios, que les permiten presentarse como candidatos electivos o ejercer como legisladores, estando procesados o condenados por delitos comunes (enriquecimiento ilícito, contrabando, defraudación, etc.). Evidentemente no es ético, pero es legal. Y lo exigible es lo legal. Por ello la ciudadanía no debe dejarse engañar por la falsa estética discursiva de la ética, sino guiarse por las calidades y cumplimiento de las leyes.   

Superada la instancia filosófica, indaguemos en los concretos efectos del nepotismo en nuestro sistema democrático, en el que aún sobreviven demasiados y ansiosos golpistas civiles. El más devastador es el de la corrupción estatal, que asocia a funcionarios, empresarios y testaferros para depredar recursos públicos. Para ello se debe instalar una extendida “trama” de complicidades en los sectores del Ejecutivo, Legislativo, Judicial, organismos de control y sindicales, para obtener el paraguas necesario de la impunidad. Implementar la trama y lograr su continuidad temporal no es sencillo. Se apoya en reelecciones indefinidas, sistemas electorales que faciliten continuidades, leyes laxas contra la corrupción, organismos de control sin control, elecciones gremiales condicionadas, traspasos hereditarios, nepotismos. Ante hechos corruptos repercuten en la opinión pública los actores “activos” partícipes directos en el delito, pero poco se habla de los “pasivos”. Son los que sin recibir beneficios pecuniarios del negociado, lo permiten “dejando hacer”, ocultando, o incluso interviniendo en acciones de propaganda para deslegitimar acusaciones y  confundir a la opinión pública. También usufructúan fondos públicos, a través de cargos bien remunerados o importantes honorarios en caso de “servicios externos”. Para otorgarlos se necesita poder de decisión. Ello nos confronta con una pregunta que incursiona  en las estructuras del Estado: cuántos funcionarios tienen ese poder de decisión? La segunda pregunta es más inquietante: el Presidente de la Nación tiene de por sí solo el poder para desactivar la sólida trama “política-nepotismo-corrupción”?

Buenos Aires, 07 de febrero 2018