Como desvalijar al Estado

Estado es un concepto universal que refiere a una forma de organización política, social y económica conformada por un conjunto de instituciones. En nuestro país se traduce en Gobierno republicano, con un armado burocrático que integran los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. En la presente coyuntura, la responsabilidad institucional de plasmar los cambios que la situación económico-social demanda, recae en los 355 políticos que desempeñan los cargos de presidente, vice, gobernadores y legisladores, responsabilidad hasta el momento eludida mediante intercambios faranduleros de agravios, amenazas y grandilocuencias discursivas, que se licúan al momento del armado de listas electorales sábanas, con los habituales reacomodamientos y acuerdos entre otrora acérrimos enemigos. Mientras esta catarsis se desarrolla, vale establecer una hipótesis de la crisis: la sociedad está ante un Estado desvalijado, no por privados amenazando o coimeando a funcionarios públicos como en las mafias de los años 30, sino con funcionarios de alto nivel asociados a empresarios, intermediarios y testaferros, pues nada es más fácil que sustraer dinero público que es de todos para recaudar impuestos, pero pasa a ser de nadie una vez ingresados a las arcas públicas. De este modo se configura lo que Max Weber denominara Estados patrimonialistas, “que dan vía libre al enriquecimiento de sus funcionarios, cortesanos, favoritos, gobernadores, mandarines, recaudadores de contribuciones, procuradores y vendedores de gracias de toda clase”.    

Estos saqueos se facilitan con la creación de un sinnúmero de organismos públicos bajo distintas figuras jurídicas con altisonantes objetivos por fuera de las normas establecidas en la Administración Pública Nacional, a la que los supuestos defensores del Estado acusan de pesada, burocrática e ineficaz. Así surgen organismos descentralizados, unidades ejecutoras, corporaciones estatales u otras variantes, con supuestas autarquías financieras sin controles de gestión, y carentes de interrelaciones horizontales entre áreas de gobierno. Una estructura estatal eficiente es suplida, como en los acuerdos entre los viejos mafiosos, por kioscos autónomos: el juego, las universidades, la cultura, los proveedores monopólicos, mientras se empobrece la calidad de los servicios públicos básicos de educación, salud y seguridad, obligando a que muchos ciudadanos se desangren por tener que recurrir a los del sector privado. Crecen los cargos políticos con altos salarios, se incrementan el número de empleados de planta para financiar estructuras partidarias y disimular tasas de desempleo (en el año 2000 había 2.193.000 empleados públicos, y en el 2023 se llegó a 3.378.000), llegando a un caos organizativo que naturalmente incumple con el principio de que las leyes asegurarán al trabajador “igual remuneración por igual tarea”, establecido en el Artículo 14 bis de la Constitución. Por ejemplo un chofer del organismo público A, puede  ganar mucho más que el del organismo B. Ante estas desigualdades, teorizar hoy sobre los alcances de lo Público y Privado es irrelevante, dado que la obviedad de que la calidad de vida de un país la define un Estado-Gobierno fuerte y virtuoso, sucumbe ante una organización estatal laxa permeable a todo tipo de corrupciones y privilegios, de cuya existencia se acusan los propios políticos, pero más para entretener a la opinión pública que para desactivarlas. No sorprende entonces que en el tratamiento de la Ley Ómnibus, el sofisticado tema de los “Fideicomisos”, como se denominan los fondos públicos con destinos específicos entregados a sectores por fuera de la administración nacional, sin desembolsos planificados y carentes de controles efectivos, tuviera rechazos mayoritarios de todo el espectro político, incluida la izquierda. ¿Se va comprendiendo la causa de que haya 45% de pobres y en crecimiento?

Los hechos de corrupción cuyo conocimiento público se incrementa con los cambios de gobiernos de distinto signo político, exigen planificadas tramas con la intervención de varios actores que no pierden tiempo en superfluos debates ideológicos, y son conocidas en los ámbitos políticos, judiciales, sindicales y empresarios. Tramas que se viabilizan con las continuidades políticas, las impunidades judiciales y la resistencia a sancionar leyes que permitan un rápido decomiso de los bienes sustraídos, acción que ante la actual emergencia importa más que el deseo de que “los culpables vayan presos”. Para desactivar este esquema patrimonialista legalizado por quienes lo usufructúan, vale intentar identificar posibles huevos de la serpiente, a través de dos tipos de semillas: una política, sembrada en los años 90 con la privatización y posterior reprivatización de empresas y servicios públicos, y la otra de manipulación moral, a través de la captación de organismos de derechos humanos y organizaciones sociales con dinero.

Buenos Aires, 28 de febrero 2024