Reuniones en el Titanic

Conservadurismo es un término que tiene la virtud de encerrar en sí mismo su significado: conservar. Aplicado a lo político, el objetivo no es conservar tradiciones o valores religiosos, sino poder. Sus beneficiarios, con independencia de proclamadas ideologías supuestamente divergentes, coinciden en generar estructuras burocráticas que les permiten sostener su poder y privilegios a lo largo del tiempo. Reacios a las reformas o cambios sociales, a sus gobernados empobrecidos los contienen con dádivas que llaman subsidios. Reconocer esta condición que caracteriza a gran parte de nuestra dirigencia política encaramada en el Estado desde hace décadas, vale como punto de partida para analizar la coyuntura, urgencias y futuro próximo, en un contexto agravado por una inédita pandemia que trastocó las habituales problemáticas internas y externas del país.

Toda emergencia reclama niveles de conducción con la capacidad y experiencia necesarias para enfrentarla y minimizar daños inevitables, requisitos que supuestamente cumpliría una dirigencia casi hereditaria. Por el contrario, transcurridos más de siete meses de elegido, el gobierno continúa sin tener un plan definido con cambios estructurales imprescindibles, plasmados en un presupuesto. Tal parálisis conductiva plácidamente acompañada por las oposiciones, se intenta disimular con dispersas y concurridas reuniones de altos funcionarios con gobernadores, empresarios, gremialistas y variados consejos consultivos, que en lugar de debatir y acordar acciones integradoras y factibles de largo plazo, sus asistentes califican ante la prensa como desarrolladas en un “clima de cordialidad”. Situación que recuerda la escena de la orquesta tocando en cubierta durante el hundimiento del Titanic, en medio del caos para sobrevivir.

En paralelo se reiteran viejos recursos conservadores para que nade cambie: delegación de atribuciones constitucionales para que se gobierne por decreto; afectación de jubilaciones manteniendo las de privilegio; creación de impuestos para financiar estructuras burocráticas insostenibles, interrupción de la inacción judicial solo para gestiones relacionadas con mantener la impunidad; intervención de la empresa Vicentín por sobre el juez que entiende en su convocatoria sin “reuniones cordiales” previas. Los fracasos se disimulan como siempre: subsidiando pobreza con recursos públicos que se manejan como propios. Para tales incongruencias se presenta como excusa a la renegociación de la deuda externa con privados y la pandemia, que ofrecen un rasgo común: no tienen plazos de cierre definidos. Lo que paradójicamente, debiera obligar a una frenética actividad coordinada entre ejecutivo, legislativo, sectores de la producción y del trabajo, para modificar coherentemente estructuras burocráticas, sistema impositivo, regímenes laborales, financiero y judicial, que definan un rumbo de al menos una década. Muchos de los nuevos escenarios futuros quedaron expuestos durante el aislamiento: trabajos a distancia con recursos tecnológicos (sistema bancario; parcialmente educación y salud; comercio); flexibilización forzosa de la añeja legislación laboral; surgimiento de nuevas empresas innovadoras en software y tecnología, con alta ocupación de mano de obra y volúmenes exportables. De no planificar ya, la pandemia provocará que una vez más, se apele a acciones coyunturales, oportunistas y caóticas (caso Vicentín).

Para las transformaciones necesarias es de utilidad el reconocimiento explícito del gobierno de no considerar como “trabajadores esenciales” en épocas de crisis, a los integrantes de los poderes legislativo, judicial, y mayoría de organismos públicos, con cargos y salarios asegurados, mientras los llamados “esenciales” son trabajadores públicos y privados de salarios medios y bajos. Lo que muestra la falsedad del mensaje que para lograr un Estado menos gravoso y más eficiente sean necesarios despidos masivos. Los afectados serían los niveles superiores de la pirámide: organismos irrelevantes, cargos jerárquicos prescindibles, puestos de asesores y coordinadores, los que cobran dos o más salarios públicos, y los que no tienen concurrencia a sus trabajos.

En cuanto a la renegociación actual de deuda, la clásica frase política “no negociaré a costa del hambre del pueblo”, explicita que ya existen pautas y parámetros para negociar los futuros desembolsos. A los inversores privados no les interesa mayormente si hay programa de gobierno, sino lograr las tasas de interés más altas posibles, porque los nuevos bonos de inmediato recircularán por el mundo financiero. Pero en la postergada negociación con el FMI, que no aceptará reducciones de capital pero extenderá plazos, se exigirá el hoy inexistente programa, que además de hacer viables los futuros desembolsos, debiera promover un desarrollo nacional virtuoso para que no exista “hambre en el pueblo argentino”, que tanto preocupa a las familias políticas.

Dado que la responsabilidad del funcionamiento y calidad de vida de un país, sea comunista o capitalista, recae exclusivamente en la eficacia de su Estado, que es el que legisla, controla, ejecuta y juzga, lo que la clase política conservadora en sus actos y progresista en lo discursivo, deberá esclarecer en lo inmediato si para concretar transformaciones virtuosas, resignará privilegios.

Buenos Aires, 11 de marzo 2020