Quién manda?

No tener identificado al que manda y ejecuta en una organización, sea política, empresarial, religiosa, militar o delictiva, preanuncia serios problemas. Políticamente, Max Weber definía al poder como “la posibilidad de imponer la propia voluntad sobre la conducta ajena”. Los niveles de concentración de mando varían, según se trate de gobiernos dictatoriales, autocráticos, populistas o republicanos. Sus soportes pueden ser militares, instituciones democráticas plenas, o burocracias sometidas al poder con escenografías democráticas. El poder político, la jefatura de gobierno, la responsabilidad ejecutiva, no se comparte: no puede ser dual. Y debe transmitirse con claridad a los gobernados, sean libres o sojuzgados. Cuando a la conducción se la considera delegada, sea forzosa u oportunista, una grave crisis será inevitable.

En nuestro país, el Artículo 99 de la Constitución expresa que el Presidente de la Nación “es el jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno y responsable político de la administración general del país”. No prevé que entre el presidente y demás funcionarios exista una autoridad intermedia que comparta esta responsabilidad, como podría ser un Primer Ministro. Con este mandato constitucional, conviven condiciones lesivas para una república: un fuerte presidencialismo basado en la excepcionalidad; federalismo limitado con resabios caudillescos (Santa Cruz, San Luis, Santiago del Estero, Formosa); ausencia de partidos políticos estables; estructura estatal sobredimensionada incapaz de cumplir funciones básicas (educación, salud, seguridad y justicia); crisis económicas recurrentes, pobreza, corrupción estatal-privada con alta impunidad, y un contexto internacional signado por la pandemia.

La fórmula presidencial que triunfó en la elección del 2019 presenta antecedentes inéditos: el integrante con mayor estructura y caudal de votos (Kirchner), designó como candidato a presidente a quien carece de ambas condiciones (Fernández). Si nos remontamos a la historia, en 1973 Perón estaba proscripto cuando designó a Cámpora al frente de la fórmula, quien aceptó su rol de delegado. Tras 49 días en el cargo, fue reemplazado por Perón. Distinto es el poder delegado cuando el elector está en el llano. Tal el caso de Duhalde-Néstor Kirchner en el 2003. El elegido venía de gobernar férreamente a Santa Cruz, y no le llevó esfuerzo una vez asumida la presidencia, deshacerse de Duhalde. Cuando fue el vicepresidente  quien entró en conflicto con el presidente, como sucediera con De la Rúa-Carlos Alvarez (1999), las consecuencias fueron nefastas. Originó el golpe institucional que obligó a la renuncia del presidente y derivó en la crisis 2001-2002

Ante estos antecedentes, se debe recordar que la estrategia acuerdista y distribución de roles del actual gobierno se sustentó en tres objetivos, difíciles de cumplir con Cristina Kirchner como presidenta: 1) triunfo electoral; 2) acuerdo con acreedores externos privados e institucionales; 3) desactivación de las causas de corrupción estatal-privada en trámite. Ya en la campaña electoral se jugó con la dualidad “institucionalidad” (Fernández) y “populismo” (Kirchner), y en favor de Fernández, se debe reconocer que no ocultó los objetivos, al manifestar la necesidad de no entrar en una nueva cesación de pagos, y criticar a jueces que llevaron adelante las causas de corrupción. Tras las consagración de la fórmula Fernández-Kirchner, la distribución de cargos transparentó donde residía el poder. Los relacionados con importantes recursos presupuestarios y organismos de control quedaron en manos del kirchnerismo. El equipo de confianza del presidente, con poder administrativo antes que político, quedó reducido a Santiago Caffiero, Vilma Ibarra y Gustavo Béliz, dedicados a controlar y asesorar la prolijidad de los actos jurídicos presidenciales. En cuanto a la respetada doctora Losardo al frente del Ministerio de Justicia, bajo su supuesta dependencia se ubicaron funcionarios kirchneristas que actúan con total autonomía en cuanto a estrategias de impunidad.

En este contexto llegó la pandemia, y el 19 de marzo comenzó la etapa de aislamiento, que incluyó a instituciones republicanas esenciales, como los poderes legislativo y judicial. Ante una situación sanitaria tan traumática en lo social-económico, en un país altamente vulnerable y sin horizonte definido, sería oportuno no distraerse con reiteraciones analíticas que intentan establecer quién manda. Es momento de exigir políticas de gobierno hacia el futuro basadas en un plan integral hoy inexistente, provengan de donde provengan, y sería conveniente que Fernández abandone discursos fluctuantes y contradictorios que mellan su credibilidad. Maquiavelo decía que “quien quiere estar en todos lados termina no estando en ninguno”. Pero la misma responsabilidad que se le reclama al gobierno le cabe a la oposición. Sea para formular propuestas creativas y virtuosas, como proteger a la ciudadanía de prácticas fascistas y antidemocráticas. La enorme crisis presente y futura exigirá profundas transformaciones estructurales que de no ser las adecuadas, concluirán en caos.

Los incumplimientos no serán demandados por Dios, la Patria o la Historia, sino por los ciudadanos empobrecidos y carentes de privilegios.

Buenos Aires, 03 de junio de 2020