Inseguridad fomentada

El reciente amotinamiento de la policía bonaerense es solo un síntoma visible de una grave enfermedad que carcome a todo el aparato administrativo político institucional. Dada la relevancia conceptual del término seguridad, cuyo significado entienden y afecta sin grietas a todos los niveles sociales, e involucra a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, es una válida referencia para comprender la problemática del funcionamiento del Estado.  

Seguridad significa ausencia de peligro o riesgo. Para aplicarla a la protección de personas y bienes contra el delito y cumplir una obligación indelegable, el Estado crea organismos con capacidad de ejercer control. Tras este breve resumen de escuela primaria, en escasos meses se concatenaron incongruencias políticas: peleas entre Fréderik y Berni, máximos funcionarios del área, que recuerdan las entregas semanales de un “cómic” de los 60; liberaciones promovidas y legalizadas de presos peligrosos; tomas de tierras públicas y privadas planificadas y consentidas; anuncio de un plan de seguridad consistente en incorporar más policías y comprar más patrulleros, cuando cantidades no hacen un plan, sino es un plan el que determina cantidades. Y finalmente, usar la crisis para manotear fondos entre jurisdicciones. Como dirían los jóvenes, “dirigencias políticas al palo”.

Como consecuencia, un pequeño número de policías amotinados ante la impotencia de sus jefes, transparentó porque la operatividad delictiva predomina claramente por sobre la efectividad de la seguridad estatal. Para explicarlo se deben incorporar dos conceptos: complicidad y fomento. Cómplice es quien como partícipe necesario ayuda a cometer un delito sin tomar parte en su ejecución material.  Fomenta quien favorece de algún modo el avance del delito, sea por acción (ideología) u omisión (incapacidad operativa). Si bien los tres poderes del Estado y miembros de las fuerzas están implicados en ambas alternativas, cabe detenerse en el fomento institucional, que es la causa de la situación generalizada de inseguridad.  

Los presos no se fugaron; fueron legalmente liberados. Las tomas fueron organizadas por sectores con contactos políticos. Un juez de garantías tardó 60 días en ordenar un desalojo que luego el Ejecutivo no ejecuta, mientras altos funcionarios discutían si la usurpación es o no delito. Los reclamos policiales se basaron en compararse salarialmente con otras fuerzas, sin medir profesionalidad, cantidad y eficacia. La provincia tiene 90.000 policías activos, de los cuales cerca de 50.000 fueron incorporados hace siete años durante la gestión Scioli-Granados. Sin embargo, se reclama el auxilio de fuerzas federales. Se plantea el mal estado de los patrulleros, pero en lugar de ponerlos a punto y mantenerlos, se anuncia la compra de 2.000 nuevos patrulleros. Se expresa que el policía debe tener un buen salario, pero nada se aclara respecto a su formación profesional y logística que cuide su principal bien: la vida. El periodismo debiera colaborar en el esclarecimiento de la problemática, haciendo preguntas más precisas a los funcionarios responsables durante sus cabalgatas mediáticas. Por ejemplo:  

1) el clásico y universal “alto o disparo” a un delincuente, tiene vigencia en las directivas superiores? 2) cómo debe actuar el policía ante delincuentes con armas blancas? 3) se le enseña defensa personal? 4) existen prácticas regulares de tiro? 5) tiene sentido desgastarlo físicamente con “changas” adicionales? 6) se realiza un control regular de consumo de estupefacientes? 7) qué requisitos físicos debe reunir el ingresante (relación altura/ peso, visión, etc.) 8) cuál es el tiempo de formación policial, y que relación ingreso/egreso existió en los últimos ocho años?

Este tipo de interrogantes relativos a tareas específicas, deberían plantearse ante cada uno de los organismos estatales en estudio, a fin de optimizar recursos y rendimientos en base a principios de igualdad de oportunidades, valoración del esfuerzo personal y calidad del servicio brindado a la sociedad, que es el fin de un empleado público. Por último, cabe destacar la reiteración dialéctica que intenta disimular incapacidades políticas asociando delito con pobreza, cuando son los pobres quienes más sufren el delito. Con el agravante que simultáneamente, en los más altos niveles se libra a cara descubierta una batalla político-judicial para desactivar múltiples causas de corrupción en perjuicio del Estado, que involucran a funcionarios, empresarios, financistas, testaferros y abogados, todos multimillonarios. En estos casos es de suponer que el delito se asocia con riqueza, y la pobreza es moral.

Buenos Aires, 23 de septiembre 2020