Reforma deformada

Los recurrentes intentos de reforma judicial fracasan por sustentarse en aspectos instrumentales de coyuntura (cantidad de miembros de la Corte, cantidad de juzgados), obviando claras fundamentaciones jurídicas, sociológicas y filosóficas que la justifiquen. Falencia que podría deberse a que muchos de sus promotores, al ser por acción u omisión partícipes en el estado de corrupción que sufre el país, son sospechados de tener como objetivo lograr impunidad. En este escenario, para formarse una opinión que eluda falacias dialécticas e intencionadas omisiones, a los ciudadanos comunes se le presentan dos desafíos: 1) cómo ser parte del debate sin ser profesionales del derecho? 2) cómo diferenciar entre honestos y deshonestos, cuando integrantes de los tres poderes del Estado forman parte de una trama de corrupción estatal-privada.   

Para responder al primer interrogante, cabe recordar que no son los “ilustrados” los que crean e imponen leyes a las sociedades, sino éstas con sus creencias, usos y costumbres, determinan pautas para que los eruditos del derecho diseñen normas y leyes acordes, comprensibles y justas. Obviedad plasmada hace casi 3.800 años en el Código de leyes más antiguo y mejor conservado, integrado con 282 leyes y normas grabadas en piedra diorita, que lleva el nombre del rey Hammurabi, creador del primer Imperio Babilónico. Destinado a regular la vida urbana, planteaba entre otros aspectos el principio de presunción de inocencia, brindando al acusado y acusador la oportunidad de aportar pruebas, castigaba el falso testimonio o al difamador que no aportaba pruebas, y establecía penas que incluía la muerte. Conscientes que para ser cumplidas el conocimiento de las leyes no debía presumirse sino promoverse, se realizó una campaña de difusión oral, dado el analfabetismo de entonces.

Esta necesaria inserción social de las leyes invalida proponer reformas judiciales acotadas a consensos de cúpula, con asesoramiento cuasi aristocrático de “notables” preseleccionados, que más allá de sus intenciones, virtudes personales e intelectuales, son parte del problema. Obviando en su elaboración a quienes deben legislar y asesorarse con organizaciones civiles dedicadas a la problemática del delito y sus consecuencias, reduciendo el rol legislativo al de juntar votos. Más dudas se generan cuando las declamadas intenciones de mejorar el funcionamiento de la justicia, provienen de los responsables de no cubrir desde hace años decenas de cargos judiciales vacantes. O que las intenciones reformadoras se concentren en el fuero federal penal, con intervención directa de involucrados y procesados en causas de corrupción pública. Es como si la exitosa ley promulgada en 1970 en Estados Unidos para combatir sofisticadas organizaciones criminales llamada RICO por sus siglas (se aplicó para desbaratar la corrupción en la FIFA), hubiese contado con la entusiasta colaboración de delincuentes de entonces, como Giancana, Genovese y Gotti. Si las intenciones fueran virtuosas, es de suponer que previo a aumentar miembros de la Corte, juzgados, personal e infraestructura, se debiera optimizar lo existente, incluido la promulgación de leyes superadoras.  

El segundo desafío es más complejo, porque refiere al factor esencial en toda organización: el humano. Dado que en las áreas ejecutivas y legislativas las contradicciones y oportunismos son harto conocidos, cabe preguntarse cómo encarar esta evaluación en el campo judicial, a fin de diferenciar entre honestos y deshonestos, capaces e incapaces, sin caer en prejuzgamientos. Una ayuda al respecto surgió en el seno de la propia justicia, cuando en apoyo al proyecto elevado al Congreso en el 2013 por la entonces presidenta Cristina Kirchner, llamado “Democratización de los poderes judiciales”, integrantes del poder judicial conformaron la asociación civil Justicia Legítima, invocando el mismo objetivo. El nombre no es feliz, porque por oposición hace suponer la existencia de una justicia ilegítima, que en muchos casos es verdad. Pero para no centrar el debate en una bipolaridad que nos sumerja en el engañoso juego de la simplificación, en el que la razón se somete al discurso, es necesario incorporar dos nuevas categorizaciones: arrepentidos (jueces y fiscales que abandonaron inacciones o complicidades), e intachables (apoyados en sus antecedentes). Con estos cuatro grupos el debate se clarifica, posibilitando entender que cuando desde el poder se critica genéricamente a Comodoro Py, no se incluye a todos sus jueces y fiscales, sino solo algunos de ellos. Y cuando se habla de “presiones a la justicia”, no se refiere a quienes cajonean expedientes, sino a los que cumplen plazos procesales lógicos hasta llegar a los juicios orales. La instancia que se está atravesando es natural e inevitable. La lucha no será entre demócratas y no demócratas, sino entre honestos y deshonestos. Sin siglas ideológicas ni pertenencias partidarias anexas. Según quien triunfe, habrá o no una mejor justicia.

Buenos Aires, 12 de agosto 2020